¿Por qué Dios requirió la ofrenda y el sacrificio de Su Hijo?

¿Por qué tuvo que sufrir Cristo y morir en la cruz para salvarnos?

Versión: 15-05-2019

Carlos Aracil Orts

1. Introducción*

Ciertamente, a muchas personas, tanto creyentes como no creyentes, les resulta difícil entender algunas verdades del cristianismo. Esto es natural y lógico que ocurra con los no creyentes o aquellos que no profesan la fe cristiana. Sin embargo, resulta chocante encontrarse con personas que se confiesan cristianas y que rechazan de plano alguna verdad fundamental del cristianismo; como, por ejemplo, la expresada en forma de pregunta, que encabeza el presente estudio bíblico:

¿Por qué Dios requirió la ofrenda y el sacrificio de Su Hijo, con mucho sufrimiento y muerte en la cruz, como medio para reconciliar y salvar a la humanidad rebelde?
¿Somos salvos por la fe en la sangre derramada de Cristo en la cruz?

Por ese motivo, algunos hasta se atreven a acusar a Dios de ser sanguinario e incluso sádico. Estos ignoran las palabras de Cristo Jesús: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por su amigos” (Jn. 15:13); y “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. (18) Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18). Jesús también pronunció las siguientes palabras, que son un buen resumen del Evangelio:

Juan 3:16-19: Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. (17) Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. (18) El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios. (19) Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.

Otros, sin embargo, simplemente, se limitan a negar que el Hijo del Hombre vino “para dar Su vida en rescate por muchos” (Mr. 10:45). Ellos creen que Cristo nos salva con Su ejemplo de vida perfecta, de obediencia a la voluntad del Padre, y que bastaría con tratar de imitarle para obtener la victoria sobre el pecado, la muerte y el diablo, y con ello la salvación y la vida eterna; para estas personas la salvación depende del ejercicio de sus voluntades carnales y no tanto de la Gracia de Dios, y del don de Jesucristo (Ro. 5:15).

Romanos 5:15-21: Pero el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno [se refiere a Adán (ver Ro. 5:12-14)] murieron los muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo. (16) Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó [Adán]; porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación. (17) Pues si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia. (18) Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. (19) Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos. (20) Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; (21) para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro.

Muchos insisten en que Jesucristo no ofreció el sacrificio de su vida al Padre, como propiciación por los pecados (Ro. 3:25; 1 Jn. 2:2; 4:10), ni “murió por nuestros pecados” (1 Co. 15:3; Gá. 1:4); ni, mucho menos, “llevó o cargó Él mismo nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero” (1 P. 2:24; cf. Is. 53:6,7,10-12).

Ellos sostienen que Jesucristo fue condenado por los dirigentes religiosos de Su pueblo, y ejecutado y asesinado en la cruz por la orden de Pilato, el procurador romano, y no son capaces de ver más allá. Ignoran que las Escrituras afirman que Cristo entregó Su vida voluntariamente para cumplir la voluntad del Padre, porque Jesús, cuando iban a prenderlo dijo: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? (54) ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?” (Mt. 26:53-54).

Además, el apóstol Pedro declara: “fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, […] con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, (20) ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 P. 1:19-20). Pero si estos textos no fueran suficientes, veamos los siguientes:

Hechos 2:22-24: Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; (23) a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; (24) al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.

Estos pasajes del libro de Hechos de los Apóstoles son definitivos, porque prueban de una vez por todas que Jesucristo murió en la cruz no porque lo mataron los romanos, sino que fueron los pecadores “los que lo prendieron y lo mataron, crucificándole” (Hch. 2:23); es decir, Él murió a causa del pecado de los hombres, y no solo del pecado de los hombres de su tiempo, sino por el de los humanos de todas las épocas, y como sacrificio al Padre, para reconciliarnos con Él, y para que se manifestara la justicia de Dios (Ro. 3:21-26), “Y para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él” (2 Co. 5:21).

Esta verdad es tan esencial que conforma el corazón del Evangelio de la gracia de Dios. Tal es así que, si esta doctrina fuera falsa, no podríamos entender el Evangelio como las Buenas Nuevas de Salvación; porque no habría Expiación y Propiciación de nuestros pecados, Reconciliación, Redención, Justificación y Santificación. Tampoco existiría la Gracia de Dios (Jn. 1:17; Hch. 15:11), ese favor o don inmerecido que Él otorga al pecador que ejerce fe en “el Salvador del mundo” (1 Jn. 4:14), a fin de salvarle y darle vida eterna.

Ahora podíamos preguntarnos, ¿por qué son necesarios, al menos, tres elementos para salvarse, un Salvador, la gracia de Dios, y la fe en ellos?

La Gracia de Dios se fundamenta en el Salvador, porque sin Éste Dios sería injusto si concediera gracia a alguien. Por tanto, Gracia y Salvador son inseparables. Pero ¿por qué nos hace falta un Salvador?, y ¿quién es el único que puede arrogarse esa función o misión?

Pongamos un ejemplo muy simple: a una persona que por un delito, o varios, que ha cometido, le corresponde, según la ley, la pena de muerte. Las pruebas de culpabilidad están suficientemente verificadas y son irrefutables, pero la persona convicta muestra arrepentimiento sincero; y, entonces, el juez decide eximirla de todos sus cargos que tiene contra ella, anular la pena de muerte que le correspondía, declararla no culpable, y darle la libertad completa. ¿Es esto aplicar la justicia que demanda la ley? ¿El juez habría sido justo o, por el contrario, arbitrario e injusto?

Análogamente, si Dios es el Juez de todos los humanos, y todos ellos han cometido “delitos y pecados” (Ro. 3:10-11,23; Ef. 2:1), que, según la Ley de Dios, les corresponde la pena de muerte, –porque la Biblia dice que “la paga del pecado es muerte” (Ro. 6:23), y si, además, estos seres humanos son incapaces, no solo de cumplir la Ley, sino de arrepentirse y dejar de ser, por sí mismos, pecadores–, ¿qué debería hacer el Juez, en este caso, Dios, para ser justo? La respuesta es obvia.

La Palabra de Dios afirma “que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Ro. 3:20; cf. Gá. 2:16); porque, como también dice la Escritura, “No hay justo, ni aun uno” (Ro. 3:10), “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23). Y todas estas afirmaciones creemos que son verdad, porque lo declara la Santa Biblia; pero, si alguien no confía lo suficientemente en ella, basta con que se mire a sí mismo y en derredor suyo, para comprobar que es un hecho evidente, que se puede experimentar y observar diariamente, pues vivimos en un mundo en el que predomina todo tipo de corrupción, maldad y violencia.

Jesucristo dijo que “como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre” (Mt 24:37; cf. Lc. 17:26). Una señal que indica que estamos cerca de que aparezca Cristo en el cielo, en Su venida gloriosa, porque las condiciones morales de nuestra sociedad actual empiezan a parecerse mucho a las condiciones que existían en los “días de Noé”; y si queremos saber cuáles eran esas condiciones basta con leer los siguientes textos:

Génesis 6:3, 5, 11-13: Y dijo Jehová: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; […] (5) Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal. […] (11) Y se corrompió la tierra delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia. (12) Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida; porque toda carne había corrompido su camino sobre la tierra. (13) Dijo, pues, Dios a Noé: He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia a causa de ellos; y he aquí que yo los destruiré con la tierra.

Ante este dilema, ¿cómo podía ser Dios justo y, a la vez, misericordioso, perdonando a los pecadores y dándoles la vida eterna?, “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; (4) para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:3,4). Es decir, Cristo es crucificado y muerto, porque “llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P. 2:24). Y, también, el apóstol Pablo afirma: “Al que no conoció pecado [Cristo], por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él [Cristo]” (2 Co. 5:21).

No hay otro Evangelio –las Buena Nuevas de Salvación– que el que sostiene “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; (4) y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:1-4); y “Dios envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados; (1 Jn. 4:10).

1 Corintios 15:1-4: Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; (2) por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. (3) Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; (4) y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras;

Gálatas 1:3-4: Gracia y paz sean a vosotros, de Dios el Padre y de nuestro Señor Jesucristo, (4) el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre,

Como Dios, que nos conoce tan bien, sabe lo que nos cuesta no solo comprender las verdades espirituales sino también asimilarlas, aceptarlas y asumirlas en nuestras vidas, Él reitera en Su Palabra, y no se cansa de decirnos muchas veces, que en Su Hijo “tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados” (Col. 1:14,20; cf. Ro. 5:9; Ef. 1:7; He. 9:12; 1 P. 1:19; Ap. 1:5; etc.)

A continuación, en el cuerpo de este estudio bíblico, desarrollaré este muy importante tema, que aborda el corazón y la esencia del Evangelio de la Gracia de Dios. Pero lo voy a tratar respondiendo a las siguientes preguntas que me planteó un lector:

“Si Dios se disgustó con Caín por haber derramado la sangre de su hermano y lo castigó permanentemente, ¿cómo entender que Dios enviara a su Hijo a derramar Su sangre por nuestros pecados?”

“Si a Dios no le agradan los sacrificios de ningún tipo, ¿cómo entender que requiriese la ofrenda y el sacrificio de Su Hijo, a fin de salvar a la humanidad?

“¿Cómo es posible que tengamos la cruz como señal de salvación, cuando ella se utilizó como instrumento de dolor y martirio para Jesucristo?

“Si Dios es amor y así Jesucristo lo enseñó, ¿cómo entender que para salvarnos tuviera que sufrir Jesucristo y derramar su sangre?

“Si Dios no es un Dios de rituales ¿por qué sacrificaría a Su Hijo?”

Cada una de estas cuestiones que me han sido formuladas tiene una respuesta bíblica adecuada y verdadera, que con la ayuda de Dios trataré de responder. Sin embargo, no entenderemos nada de ello, y mucho menos lo asimilaremos, a fin de lograr que el verdadero Evangelio guie y dirija nuestras vidas, sino ejercemos verdadera fe en la autenticidad de “las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Ti. 3:15). Es necesario creer que el Antiguo Testamento –el único que existía en tiempos de Jesús y sus discípulos– es tan Palabra de Dios como el Nuevo Testamento; y que “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, (17) a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Ti. 3:16-17). Si así lo hacemos obtendremos para nuestras vidas los grandes beneficios que se derivan de la redención efectuada por Jesucristo en la cruz, que son la Expiación y Propiciación de nuestros pecados, la Reconciliación, la Justificación y finalmente la Santificación. Pero para ello es preciso creer en la Sustitución, es decir, “que Cristo murió por nuestros pecados” (1 Co. 15:3-4).

2. “Si Dios se disgustó con Caín por haber derramado la sangre de su hermano y lo castigó permanentemente, ¿cómo entender que Dios enviara a su Hijo a derramar Su sangre por nuestros pecados?”

No podemos comparar la sangre derramada, injusta y vilmente, de Abel, por su malvado hermano Caín, con la sangre derramada del Hijo de Dios, que se entregó por ti y por mí (véase, por ejemplo: Hch. 2:22-24; Gá. 2:20; Ef. 5:2; Ro. 4:24-25; 1 Jn. 4:9-10); porque la sangre de Abel clama justicia y la segunda, la sangre del Hijo de Dios, es ofrecida para que se cumpla la justicia de Dios y es el remedio para el pecado, para que todos los pecadores, que ejerzan fe en nuestro Señor Jesús, sean declarados justos ante Dios.

Hechos 2:22-24: Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; (23) a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; (24) al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.

Gálatas 2:20: Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.

Efesios 5:2: Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante.

Romanos 4:24-25: sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, (25) el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación.

La ofrenda de Abel fue justa, porque era la que Dios requería; “No como Caín, que era del maligno y mató a su hermano. ¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas. (13) Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece” (1 Juan 3:12-13).

Es decir, Abel fue un hombre justo (véase Mt. 23:35; cf. Heb. 11:4; 12:24), que testificó de su fe en Dios, dándole “más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo” (Heb. 11:4); o sea, Abel obedeció a Dios ofreciéndole “de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya (Gn. 4:4). Dios no quiere cualquier sacrificio sino solo aquel que Él ha ordenado, Él desea nuestra obediencia por fe y para fe; porque “todo lo que no es de fe, es pecado” (Rom. 14:23).

Génesis 4:3-5: Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. (4) Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; (5) pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya.

Abel fue solo un hombre justo, pero Jesucristo es Dios encarnado (1 Ti. 3:16), que “se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef. 5:2); “el cual fue entregado por nuestras transgresiones” (Ro. 4:25), “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Ro. 8:4). Es decir, por Su vida de perfecta obediencia a Dios, Su perfecto cumplimiento de Su Ley, alcanzó la justicia, la cual se nos imputa a los creyentes, y, solo de esta manera, los pecadores somos declarados justos, y Dios y su justicia son satisfechos.

Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– convino por su “anticipado conocimiento” (Hch. 2:23), que el Hijo de Dios tomara carne, o sea, se hiciera Hombre en Jesús (1 P. 1:18-25), para que fuera crucificado, y con Él toda la humanidad pecadora, “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; (4) para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:3-4).

1 Pedro 1:18-25: sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, (19) sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, (20) ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, (21) y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios.

¿Podemos entender que Cristo Jesús “llevó” o “cargó” (Is. 53:6,10,12) sobre Él nuestros pecados y recibió el castigo que nos corresponde a todos los seres humanos a causa de ser pecadores (véase Isaías 53; cf. 1 P. 2:24), “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Ro. 8:4)?

1 Pedro 2:24: quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.

Es decir, Dios es justo y misericordioso a la vez, pero Él no puede dejar que el pecado quedase impune, sin castigo –porque eso sería muy injusto–, “porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 6:23).

Es por eso, que Cristo Jesús se ofreció a Dios Padre para cargar en Él el pecado de todos nosotros, y para recibir el castigo que nos corresponde a todos los que somos pecadores. Su muerte es sustitutoria, porque Él muere para que nosotros tengamos vida eterna, es decir, para que Dios pueda perdonarnos por la sangre de Cristo; Su sangre derramada, a cambio de nuestra vida.

Romanos 3:25: a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados,

1 Juan 2:2: Y él [Cristo Jesús] es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.

1 Juan 4:9-10: En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. (10) En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.

¿Comprendemos lo que significa que Dios puso a Su Hijo “como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia” (Ro. 3:25)? ¿Sabemos lo que quiere decir propiciación?

Uno de los significados de “propiciar” es satisfacer. La justicia de Dios no podía ser burlada; el pecado no podía quedar sin castigo. Cristo Jesús, por ser Hijo de Dios, de la misma naturaleza que el Padre, satisfizo la justicia de Dios (Ro. 3:21-24), cargando en Él el pecado de todos los creyentes, y asumiendo en Su cuerpo, el castigo de muerte que nos correspondía a nosotros.

La única solución, pues, al problema del pecado, es Cristo, el Dios hecho carne (1Ti. 3:16), que dio su vida por nosotros: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).

3. “Si a Dios no le agradan los sacrificios de ningún tipo, ¿cómo entender que requiriese la ofrenda y el sacrificio de Su Hijo, a fin de salvar a la humanidad?”

No es verdad que a Dios no le agraden los sacrificios ordenados por Él y hechos con verdadera fe, porque si no hubiera sido así ¿por qué Dios mismo ordenó, a su pueblo Israel, sistematizar una serie de holocaustos de diversos animales, que los israelitas debían sacrificar a fin de que Dios les perdonara sus pecados? (Véase Éx. 12:1-28; 29:36-46; Nm. 28:1-8; etc.).

A Dios le agradó el sacrificio y la ofrenda de Abel, pero no la de Caín. Veámoslo:

Génesis 4:3-16: Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. (4) Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; (5) pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya.

Más tarde, después del Diluvio, Noé ofrece sacrificios a Dios, que también le fueron agradables a Él. Comprobémoslo:

Génesis 8:20-21: Y edificó Noé un altar a Jehová, y tomó de todo animal limpio y de toda ave limpia, y ofreció holocausto en el altar. (21) Y percibió Jehová olor grato; y dijo Jehová en su corazón: No volveré más a maldecir la tierra por causa del hombre; porque el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud; ni volveré más a destruir todo ser viviente, como he hecho.

Igualmente, los patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, edificaron altares para ofrecer sacrificios agradables a Dios; hasta que, en el Pacto con Moisés, Dios ordena a los israelitas que le ofrezcan sacrificios de animales puros de forma sistemática, como indiqué anteriormente (Véase Éx. 12:1-28; 29:36-46; Nm. 28:1-8; etc.).

Éxodo 29:36-46: Cada día ofrecerás el becerro del sacrificio por el pecado, para las expiaciones; y purificarás el altar cuando hagas expiación por él, y lo ungirás para santificarlo. (37) Por siete días harás expiación por el altar, y lo santificarás, y será un altar santísimo: cualquiera cosa que tocare el altar, será santificada. (38) Esto es lo que ofrecerás sobre el altar: dos corderos de un año cada día, continuamente. (39) Ofrecerás uno de los corderos por la mañana, y el otro cordero ofrecerás a la caída de la tarde. (40) Además, con cada cordero una décima parte de un efa de flor de harina amasada con la cuarta parte de un hin de aceite de olivas machacadas; y para la libación, la cuarta parte de un hin de vino. (41) Y ofrecerás el otro cordero a la caída de la tarde, haciendo conforme a la ofrenda de la mañana, y conforme a su libación, en olor grato; ofrenda encendida a Jehová. (42) Esto será el holocausto continuo por vuestras generaciones, a la puerta del tabernáculo de reunión, delante de Jehová, en el cual me reuniré con vosotros, para hablaros allí. (43) Allí me reuniré con los hijos de Israel; y el lugar será santificado con mi gloria. (44) Y santificaré el tabernáculo de reunión y el altar; santificaré asimismo a Aarón y a sus hijos, para que sean mis sacerdotes. (45) Y habitaré entre los hijos de Israel, y seré su Dios. (46) Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto, para habitar en medio de ellos. Yo Jehová su Dios.

Ahora, volvamos a detenernos en Abel y analizar por qué su sacrificio fue agradable a Dios y, como consecuencia, fue considerado como un hombre justo ante Él (véase Mt. 23:35; cf. Heb. 11:4; 12:24). Como es lógico, es la Palabra de Dios la que nos da la respuesta: porque Abel obedeció a Dios, testificando de su fe en Él, al ofrecerle “más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo” (Heb. 11:4).

Mateo 23:33-36: ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparéis de la condenación del infierno? (34) Por tanto, he aquí yo os envío profetas y sabios y escribas; y de ellos, a unos mataréis y crucificaréis, y a otros azotaréis en vuestras sinagogas, y perseguiréis de ciudad en ciudad; (35) para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien matasteis entre el templo y el altar. (36) De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación.

Hebreos 11:4: Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo, dando Dios testimonio de sus ofrendas; y muerto, aún habla por ella.

Si la Biblia dice “que todos están bajo pecado” (Ro. 3:9úp), y que “no hay justo, ni aun uno” (Ro. 3:9-10), “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Ro. 3:23), ¿por qué se califica de justo a Abel?

Porque Abel tuvo fe en Dios; y lo demostró al obedecerle, ofreciéndole “de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya” (Gn. 4:4).

¿Por qué dice la Biblia que “Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo” (Heb. 11:4)?

Porque la ofrenda que Abel ofreció, “de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas”, fue agradable a Dios. Pero, ¿por qué su ofrenda agradó a Dios y calificó a Abel como justo? Primero, porque tuvo fe en Dios y le obedeció, y, segundo, porque demostró su fe ofreciéndole su “excelente sacrificio” que prefiguraba el sacrificio por excelencia, el de “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29,36).

Por otro lado, la Palabra de Dios afirma: “siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Ro. 3:24). Es decir, el sacrificio de Cristo en la cruz es la única ofrenda y sacrificio agradable a Dios que puede salvar a la humanidad (Heb. 10:10-14), porque Cristo Jesús nos redimió, nos rescató, es decir, pagó con su vida de obediencia a Dios y muerte el precio de nuestro rescate –la penalidad de nuestro pecado–, y asumió en su muerte de cruz el castigo que nos correspondía a nosotros, los seres humanos, como pecadores que somos. Por eso los creyentes, “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro. 5:1).

Dios no quiere cualquier sacrificio, sino solo aquel que Él ha ordenado, Él desea nuestra obediencia por fe y para fe; porque “todo lo que no es de fe, es pecado” (Ro. 14:23).

Leamos, ahora, la exhortación que nos hace el autor del libro de Hebreos, en la que también relaciona “a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Heb. 12:24).

¿Qué significa eso? ¿Por qué habla mejor la sangre de Jesús el Mediador que la de Abel?

Hebreos 12:22-29: sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, (23) a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, (24) a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel. (25) Mirad que no desechéis al que habla. Porque si no escaparon aquellos que desecharon al que los amonestaba en la tierra, mucho menos nosotros, si desecháremos al que amonesta desde los cielos. (26) La voz del cual conmovió entonces la tierra, pero ahora ha prometido, diciendo: Aún una vez, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo. (27) Y esta frase: Aún una vez, indica la remoción de las cosas movibles, como cosas hechas, para que queden las inconmovibles. (28) Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia; (29) porque nuestro Dios es fuego consumidor.

El autor del libro de Hebreos hace una comparación entre la Revelación que tenían los creyentes del Antiguo Pacto –necesariamente más limitada, porque el Mesías no llegaría hasta los postreros tiempos– con la más completa y definitiva Palabra de Dios –con ya el Hijo de Dios habiendo sido encarnado en Jesucristo– que disponen los creyentes del Nuevo Pacto, que ya tienen a Jesús como Mediador del mismo. Evidentemente estos últimos están más cerca de alcanzar “la Jerusalén celestial”, porque las promesas, representadas en figuras y símbolos en el AT, se han cumplido en el NT, mediante la vida, muerte y resurrección del Mesías. Por tanto, los del Nuevo Pacto estamos más cerca de entrar en el Reino de Dios, y como tenemos más medios, con las promesas de Dios cumplidas, ya hechas realidad, ahora debemos estar agradecidos y colaborar con Dios para recibir ese “Reino inconmovible” que nos es ofrecido.

¿Por qué se nos recuerda que nos hemos acercado, entre todas esas cosas excelsas descritas en el pasaje de arriba, “a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Heb. 12:24)?

Porque, aunque Abel perdió su vida, –fue derramada su sangre, a causa de su fe–, su sacrificio de obediencia a Dios, su sangre derramada pide justicia, pero no puede darla. Sin embargo, la “sangre rociada” de Jesús proporciona la vida eterna, porque gracias a Su sacrificio vicario, Él nos ha redimido y rescatado, ha pagado, con su vida de valor infinito, el precio de nuestra redención, ha satisfecho la paga, el castigo de nuestros pecados que es la muerte, y la justicia de Dios ha quedado satisfecha por ello.

Ahora bien, aunque la sangre de Jesús, derramada en la cruz, símbolo de la entrega de Su vida, tiene como consecuencia el perdón de los pecados, la justificación, la salvación y, finalmente, la vida eterna, es necesario, para que pueda ser efectiva, que seamos “rociados con Su sangre”, como indicó el apóstol Pedro en los siguiente textos:

1 Pedro 1:1-2: Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados de la dispersión…, (2) elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas.

“Ser rociados con la sangre de Jesucristo” es, o significa, recibir el perdón de los pecados, la justificación, la salvación y, finalmente, la vida eterna (Hch. 26:18; Ef. 1:7; Col. 1:14).

Hechos 26:18: [Esta es la comisión evangélica que Jesús mismo dio al apóstol Pablo] para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí [habla el mismo Jesús mismo desde el cielo, dirigiéndose al apóstol Pablo], perdón de pecados y herencia entre los santificados.

Efesios 1:7: [Cristo] en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia.

Colosenses 1:12-20: con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; (13) el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, (14) en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados.

Pero para que esto se cumpla en nuestras vidas debemos, primero, creer lo que Dios hizo con Cristo, “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él [Cristo] (2 Corintios 5:21). Segundo, aceptar este hecho firmemente, que se demuestra aplicando esta creencia a nuestras vidas, y, tercero, consecuentemente, obedecer en todo a la Palabra de Dios; lo que significa obrar creyendo que fuimos “crucificados juntamente con Cristo, para que el cuerpo de pecado sea destruido (o anulado), a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro. 6:6). Esto es creer realmente que “Jesús es “justicia nuestra” (Jer. 33:16; 2 Co.5:21; 1 Co. 1:30), porque “llevó Él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P. 2:24; cf. Is. 53:5,6,10,12).

Los apóstoles de Jesús insisten, no se cansan de reiterarnos esta gran verdad, que por la sangre preciosa de Cristo fuimos rescatados, y que, por medio de la cual, se obtiene la salvación y la vida eterna. Ellos son tan insistentes porque saben que nos cuesta mucho creer las verdades espirituales; especialmente, que “Cristo murió por nosotros, por nuestros pecados”, “y Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Jn. 2:2; 4:10; cf. Ro. 3:25-26; 2 Co. 5:14-16; etc.). Por eso, en los siguientes textos, el apóstol Pedro vuelve a hacer énfasis en que Jesucristo, que es “el Cordero de Dios” (Jn. 1:29,31), “sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 P. 1:18-25), efectúa nuestra redención, nuestro rescate, pagando el precio de nuestra salvación con Su sangre. Asumiendo en Su cuerpo el castigo que nos corresponde a nosotros, los pecadores.

1 Pedro 1:18-25: sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, (19) sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, (20) ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, (21) y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios. (22) Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; (23) siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.

4. “¿Cómo es posible que tengamos la cruz como señal de salvación, cuando ella se utilizó como instrumento de dolor y martirio para Jesucristo?

Aunque es cierto que la cruz fue un instrumento de dolor y martirio para Jesucristo, también es verdad que Él –el Dios encarnado–, con la entrega de Su vida, la dignificó, con Su sangre derramada de Su sacrificio, la santificó; y, en adelante, la cruz se ha convertido en un instrumento de purificación de nuestros pecados, de abnegación (Mr. 8:34), de crucifixión de nuestro “yo” egoísta (Lc. 9:23) y de nuestro cuerpo pecaminoso (Ro. 6:6).

Por lo tanto, la cruz es símbolo de nuestra victoria del pecado, y de reconciliación con Dios; pues ningún cristiano puede agradar a Dios sino aplica la cruz en su vida. Deberíamos pensar como el apóstol Pablo, que declaró: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gálatas 2:20).

Enumero a continuación un elenco de razones por las que debemos no solo considerar la cruz como señal y elemento esencial de nuestra salvación, sino también como condición necesaria para santificar la vida de cada cristiano, por medio de la fe en Cristo y en Su Obra; pues sin creer en la Obra de redención que hizo Cristo en la cruz, nunca podremos obtener sus beneficios que se derivan de la misma, que son Expiación y Propiciación de nuestros pecados, Reconciliación, Redención, Sustitución, justificación, y Santificación.

Primero, porque en la cruz, Jesucristo consumó la victoria sobre el pecado, la muerte y el diablo (Heb. 2:14-18; 9:11-12).

Hebreos 2:14-17: Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, (15) y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre. (16) Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. (17) Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. (18) Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados.

Hebreos 9:11-12: Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, (12) y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención.

Segundo, porque fue en la cruz, el altar que Dios escogió para que Su Hijo le ofreciera el sacrificio de Sí mismo, por los pecados del mundo (Heb. 10:10-14).

Hebreos 10:7-14: Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, Como en el rollo del libro está escrito de mí. (8) Diciendo primero: Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley), (9) y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto último. (10) En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. (11) Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; (12) pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, (13) de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; (14) porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.

En estos textos, es Cristo mismo el que recoge las palabras de los Salmos (40:6-8), para testificar que Él vino a realizar la voluntad de Dios, cumplir en Sí mismo los únicos sacrificio y ofrenda que realmente pueden borrar los pecados, y que por eso mismo son agradables a Dios. Y con ello, “quita lo primero [el Antiguo Pacto, con todas Sus leyes rituales], para establecer esto último [el Nuevo Pacto en Su Sangre]” (Heb.10:9); es decir, “quita lo primero”: “Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado” que Dios no quiso, ni le agradaron “(las cuales cosas se ofrecen según la ley)”, “para establecer esto último” , o sea, el sacrificio y la ofrenda de Sí mismo para expiar los pecados de los creyentes. Y, de esta manera, “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, (13) de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; (14) porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados (Heb. 10:12-14).

Tercero, para que los seres humanos comprendiéramos lo terrible y horrible que es el pecado, que ha llevado a la muerte de cruz a Su Hijo.

Cuarto, porque en la cruz, Él recibió, en su cuerpo, el castigo de nuestros pecados (Heb. 10:10).

Hebreos 10:10: En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.

Quinto, porque en la cruz, se manifestó y se satisfizo la justicia de Dios, porque “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; (4) para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:3).

Sexto, porque en la cruz Jesucristo murió por nosotros, “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P. 2:24). Es decir, murió en lugar de los pecadores, para que estos pudieran recibir la vida eterna.

Séptimo, para que supiéramos que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22).

Octavo, para que aprendiéramos que la salvación implica seguir a Jesús en todo e identificarse con su muerte de cruz, hasta el extremo de creer que fuimos “crucificados juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro. 6:6).

Noveno, porque Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (Lc. 9:23).

Décimo, la cruz es también el símbolo de la reconciliación de Dios con los seres humanos, porque “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Co. 5:19; cf. Ro. 5:11).

Romanos 5:6-11: Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. (7) Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. (8) Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. (9) Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira. (10) Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. (11) Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación.

Undécimo: En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. (10) En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. (11) Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Juan 4:9-11).

Duodécimo: “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. (8) Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:7-8).

Efesios 2:1-10: Y él [Dios] os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, (2) en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, (3) entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. (4) Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, (5) aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), (6) y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, (7) para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. (8) Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; (9) no por obras, para que nadie se gloríe. (10) Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.

Si creemos que Jesús fue crucificado por nuestros pecados, también debemos creer, en reciprocidad, que nosotros fuimos “crucificados juntamente con Él para que nuestro cuerpo de pecado sea destruido” (Ro. 6:6). Puesto que Él recibió el castigo de muerte de cruz que nos correspondía, debemos creer que su triunfo es el nuestro. Por eso, Jesús nos dice que cada día elijamos seguirle, pero tomando nuestra cruz, negándonos a nosotros mismos, es decir, hacer nuestras las palabras de San Pablo: Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

Veamos algunos pocos más textos, que nos siguen presentando la obra de la cruz de nuestro Señor, por la cual podemos ser salvos.

Hebreos 9:24-28: Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; (25) y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. (26) De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado. (27) Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, (28) así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan.

Como hemos comprobado, los apóstoles inciden en la gran salvación que realizó Jesucristo con su muerte vicaria en la cruz, y san Pablo nos exhorta a imitar a Cristo: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, (6) el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, (7) sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; (8) y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (9) Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, (10) para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; (11) y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. (Filipenses 2:5-11).

“Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios” (1 Corintios 1:17-18).

No hagamos “vana la cruz de Cristo” (1 Corintios 1:17); ni seamos “enemigos de la cruz de Cristo” (Fil. 3:18), porque Dios “nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, (14) en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Colosenses 1:13-20).

5. “Si Dios es amor y así Jesucristo lo enseñó, ¿cómo entender que para salvarnos tuviera que sufrir Jesucristo y derramar su sangre?”

Anteriormente ya di alguna respuesta a esta objeción. Muchas veces, los seres humanos no somos conscientes de la gravedad del pecado, ni del estado de perdición y depravación de la rebelde humanidad. Era necesario, pues, que los seres humanos comprendiéramos lo terrible y horrible que es el pecado, que ha llevado a la muerte a Su Hijo, para recibir en su cuerpo el castigo de nuestros pecados. El pecado lleva implícito el sufrimiento. Y en la cruz, Jesucristo se solidarizó con la humanidad sufriente, y tuvo que derramar su sangre, hasta morir porque “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 P. 2:24). Dios quiso que supiéramos que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22).

También era preciso que se manifestara y se satisficiera la justicia de Dios, porque “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; (4) para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:3).

A continuación presentaremos algunas razones más, que explican por qué tuvo que sufrir Jesucristo y derramar su sangre, “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8).

En primer lugar, porque, por sí misma, la humanidad es incapaz de reconciliarse con Dios, ni de salvarse, ni de acceder a Él. Por eso, para lograr esa reconciliación, “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8); y “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Co. 5:19).

Además, el apóstol Pablo nos dice que Dios “os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, (2) en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, (3) entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. (4) Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, (5) aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), (6) y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, (7) para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. (8) Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; (9) no por obras, para que nadie se gloríe. (10) Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:1-10)

En segundo lugar, porque la Palabra de Dios dice que “la paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23), y “sin derramamiento de sangre no hay remisión” (Heb. 9:22). Todos somos pecadores, y la justicia de Dios requiere la muerte eterna del pecador; Dios no sería justo si dejase impune el pecado; si el transgresor no fuera castigado como merece se produciría injusticia. La justicia de Dios demanda la muerte de los transgresores de la ley del amor. En los concilios celestiales, “antes de la fundación del mundo” (1 P. 1:20), “por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hch. 2:23), el Hijo de Dios se ofreció a entregar Su vida (Jn. 10:14,17-18) –de infinito valor, por ser Dios hecho carne–, a fin de asumir, en sí mismo, el castigo de los pecados del mundo, y en sustitución de la de todos los seres humanos, que aceptaran Su muerte en lugar de la de los pecadores.

En tercer lugar, Cristo sufrió la muerte en la cruz, porque cargó con nuestros pecados (Is. 53:2-12; cf. 1 P. 2:24), es más: [Dios] “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él [Cristo]” (3); es decir, “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; (4) para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1-4).

Esta obra de salvación que haría el Mesías, de cargar con los pecados de la humanidad y morir por los pecadores, ya estaba asombrosamente predicha en el Antiguo Testamento, y con todo lujo de detalles, como, por ejemplo, “puso su vida en expiación por el pecado” (Is. 53:10; cf. Heb. 2:17); “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:6); “como cordero fue llevado al matadero” (Is. 53:7); “derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores” (Is. 53:12); etc. Transcribo a continuación los principales versículos, porque es mejor leerlos todos en su contexto:

Isaías 53:3-12: Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. (4) Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. (5) Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. (6) Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. (7) Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero;(F) y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. […]. (9) Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca. (10) Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. (11) Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos. (12) Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores.

En cuarto lugar, “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento [se refiere indudablemente a Su siervo, que es el Mesías, Hijo de Dios, porque fijémonos que todo lo que antecede del profeta Isaías se cumple en Cristo, con su vida, y muerte]” (Is. 53:10). Y el libro de Hebreos, entre otros, presenta cómo Cristo cumplió todo lo profetizado de Él, hasta en los menores detalles: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. (8) Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen; (10) y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec” (Heb. 5:7-10).

El sufrimiento al que fue sometido Cristo, poco antes de ser crucificado y durante la crucifixión, fue proporcional a la maldad del género humano, y pone en evidencia la corrupción, depravación y crueldad de los seres humanos, que no dudaron en crucificar al inmaculado Hijo de Dios, que había pasado Su vida, haciendo la voluntad de Dios, y realizando muchos maravillosos milagros, como, por ejemplo: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el Evangelio” (Lc. 7:22).

No es que Dios quisiera que Su Hijo padeciese, sino que debía permitirlo, porque “debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. (18) Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados (Heb. 2:17-18).

Si cristo no hubiera sufrido para salvarnos, ¿qué credibilidad tendría, cuando Él nos pide “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14:27)?

Es muy recomendable leer el capítulo 2 del libro de Hebreos, especialmente los versículos del 9 al 18, porque nos describe los padecimientos de Cristo y la razón de los mismos: “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos (Heb. 2:10). Pero, es mejor que lo leamos en su contexto:

Hebreos 2:9-18: Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos. (10) Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos. (11) Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos, (12) diciendo: Anunciaré a mis hermanos tu nombre, En medio de la congregación te alabaré. (13) Y otra vez: Yo confiaré en él. Y de nuevo: He aquí, yo y los hijos que Dios me dio. (14) Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, (15) y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre. (16) Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. (17) Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. (18) Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados.

6. “Si Dios no es un Dios de rituales, ¿por qué Dios sacrificaría a Su Hijo?”

Depende de cómo entendamos la frase: “Dios no es un Dios de rituales”. En lo que antecede, hemos visto que Dios ordenó a Israel, en su salida de Egipto, el ritual de la Pascua (véase Éxodo 12:1-28) junto con la fiesta de los Panes sin levadura, que duraba siete días (Éx. 12:15-20); a lo que se añadieron otras muchas fiestas y leyes y ofrendas rituales, que ahora no viene al caso enumerar; pero que están minuciosamente descritas en el Pentateuco, especialmente en el libro de Levítico, entre las que destaca el Día de la Expiación, en la que se sacrificaban varios tipos de animales, que se presentaban a Dios a la puerta del Tabernáculo de reunión o Santuario terrenal (Lv. 16:1-9), como expiación por los pecados del pueblo. Luego había una serie de ceremonias perfectamente establecidas; como, por ejemplo, cuando el sumo sacerdote debía rociar de la sangre del becerro, con su dedo, hacia el propiciatorio; y “Después degollará el macho cabrío en expiación por el pecado del pueblo, y llevará la sangre detrás del velo adentro…” (Lv. 16:11-15).

Aquí es necesario saber que el Santuario terrenal estaba dividido, por un velo, en dos partes: “en la primera parte, llamada el Lugar Santo, estaban el candelabro, la mesa y los panes de la proposición. (3) Tras el segundo velo estaba la parte del tabernáculo llamada el Lugar Santísimo, (4) el cual tenía un incensario de oro y el arca del pacto cubierta de oro por todas partes, en la que estaba una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto; (5) y sobre ella los querubines de gloria que cubrían el propiciatorio; de las cuales cosas no se puede ahora hablar en detalle. (6) Y así dispuestas estas cosas, en la primera parte del tabernáculo entran los sacerdotes continuamente para cumplir los oficios del culto; (7) pero en la segunda parte, sólo el sumo sacerdote una vez al año, no sin sangre, la cual ofrece por sí mismo y por los pecados de ignorancia del pueblo; (8) dando el Espíritu Santo a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre tanto que la primera parte del tabernáculo estuviese en pie. (9) Lo cual es símbolo para el tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto…” (Heb. 9:2-9)

Todo esto eran rituales instituidos por Dios, que tenían su razón de ser, porque prefiguraban, eran símbolo y figura de, la Obra de Redención que cumplió el Mesías cuando llegó el tiempo estipulado por Dios; y como dijo el autor del libro de Hebreos (cap. 9): “de las cuales cosas no se puede ahora hablar en detalle” (Heb. 9:5).

Los siguientes textos prueban que todas estas leyes rituales eran “la sombra de lo que ha de venir” (Col. 2:16-17), o “la sombra de los bienes venideros” (Heb. 10:1); “Lo cual es símbolo para el tiempo presente” (Heb. 9:9), pues la realidad se cumple en “el cuerpo de Cristo” (Col. 2:17), que es entregado y muerto en la cruz por nosotros, por nuestros pecados.

Colosenses 2:16-17: Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo, (17) todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo.

Hebreos 10:1: Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan.

A continuación, presento unos textos que reflejan el desagrado de Dios por los sacrificios que hacían los israelitas; porque se habían convertido en rutinarios, legalistas y sin sentido, porque ellos habían olvidado lo principal: el amor y la misericordia.

Isaías 1:11-18: ¿Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de vuestros sacrificios? Hastiado estoy de holocaustos de carneros y de sebo de animales gordos; no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas, ni de machos cabríos. (12) ¿Quién demanda esto de vuestras manos, cuando venís a presentaros delante de mí para hollar mis atrios? (13) No me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes. (14) Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas. (15) Cuando extendáis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos. (16) Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; (17) aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda. (18) Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana.

Oseas 6:6-7: Porque misericordia quiero, y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos. (7) Mas ellos, cual Adán, traspasaron el pacto; allí prevaricaron contra mí.

Jesucristo tomó estas palabras del profeta Oseas, para dirigírselas a los fariseos: “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (Mateo 9:13; cf. Mt. 12:7).

Dios empezó a rechazar los sacrificios y ofrendas de Su pueblo, cuando los israelitas pervirtieron el propósito original de Dios, cuando ellos convirtieron las ceremonias y ritos, que Él les había ordenado, en meras fórmulas rutinarias y legalistas, que les hacían creer que con ello ya cumplían con Dios y su ley, olvidando lo más importante: el amor y la misericordia de unos con otros. Pero estos sacrificios y ofrendas no caducaron, es decir, no se abolieron, hasta la muerte de Jesucristo, cuando “el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mt. 27:51). Este velo separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, en el que el Sumo sacerdote solo podía entrar una vez al año, en el Día de la Expiación. Cuando el velo se rasgó, en ese momento de Su muerte, Cristo, “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29,31), cumplió el plan de Salvación de Dios, y todas las leyes ceremoniales o rituales del AT, que eran símbolo y figura del sacrificio del Mesías, fueron canceladas (Heb. 7:18; cf. 8:1-6).

Hebreos 7:18: Queda, pues, abrogado el mandamiento anterior a causa de su debilidad e ineficacia.

Hebreos 8:1-6: Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, (2) ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre. (3) Porque todo sumo sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también éste tenga algo que ofrecer. (4) Así que, si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo aún sacerdotes que presentan las ofrendas según la ley; (5) los cuales sirven a lo que es figura y sombra de las cosas celestiales, como se le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el tabernáculo, diciéndole: Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte. (6) Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas.

Por lo tanto, es cierto que, llegado un momento en la historia del pueblo de Israel, pareció que a Dios le dejaron de ser gratos los sacrificios que le ofrecían los israelitas. Pero hay unos textos en el libro de los Salmos que, aunque también expresan el desagrado de Dios por los sacrificios de animales, merecen una especial atención; porque estos Salmos (40:6-8) contienen las palabras de las que el propio Cristo se hace eco, es decir, las hace suyas, como dirigiéndose al Padre, y ofreciéndole el único sacrificio que podía serle grato a Dios, el de Su Cuerpo, en sustitución de todos sacrificios rituales de animales del AT. Veámoslo:

Salmos 40:6-8: Sacrificio y ofrenda no te agrada; Has abierto mis oídos; Holocausto y expiación no has demandado. (7) Entonces dije: He aquí, vengo; En el rollo del libro está escrito de mí; (8) El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, Y tu ley está en medio de mi corazón.

Comparemos ahora el Salmo (40:6-8) con Hebreos 10:5-7, y comprobaremos que el autor de Hebreos cita el mencionado Salmo, aunque él usa una traducción griega de la Biblia de los Setenta –conocida también como “la Septuaginta”–, en la que aparece “me preparaste o formaste cuerpo”, en lugar de “Has abierto mis oídos” (Sal. 40:6) (1).

Hebreos 10:5-7: Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; Mas me preparaste cuerpo. (6) Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. (7) Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, Como en el rollo del libro está escrito de mí.

Estos Salmos (40:6-8), aunque su autor es el rey David, se consideran mesiánicos, porque contienen las palabras, que en el libro de Hebreos (10:5-7) se atribuyen a Jesucristo, como pronunciadas por Él mismo, y dirigidas al Padre; y el autor de Hebreos, inspirado por el Espíritu Santo, las registra para testificar que en Cristo se han cumplido; porque Él es el que tomó cuerpo humano, para venir a hacer la voluntad de Dios, dando cumplimiento así a la ley del Antiguo Pacto (Mt. 5:17 e.a.), no solo la ley de los Diez Mandamientos, sino todas las leyes rituales de sacrificios y ofrendas de animales, que prefiguraban la verdadera o real expiación del pecado, la que Jesucristo realizó en la cruz (Heb.2:17), que es la única que lleva implícitos todos los beneficios derivados de la misma, como, por ejemplo, la redención, la justificación y la santificación (véase, además, Heb.8:4-7; 9:9,13,14,23; cf. Col. 2:16-17).

Hebreos 8:4-7: Así que, si estuviese sobre la tierra [se refiere a que si Cristo estuviera en la tierra, no podría haber sido sacerdote, pero Él es “Sumo sacerdote y ministro del Santuario celestial, aquel verdadero Tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb. 8:1-3)], ni siquiera sería sacerdote, habiendo aún sacerdotes que presentan las ofrendas según la ley; (5) los cuales sirven a lo que es figura y sombra de las cosas celestiales, como se le advirtió a Moisés cuando iba a erigir el tabernáculo, diciéndole: Mira, haz todas las cosas conforme al modelo que se te ha mostrado en el monte. (6) Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un mejor pacto [el Nuevo Pacto], establecido sobre mejores promesas. (7) Porque si aquel primero hubiera sido sin defecto [se refiere al Pacto Antiguo], ciertamente no se hubiera procurado lugar para el segundo [se refiere al Pacto Nuevo en Cristo].

Los sacrificios y ofrendas, y demás leyes rituales, como ya dije, prefiguraban el sacrificio y la ofrenda del cuerpo de Cristo, y no podían quitar el pecado por sí mismos. Por eso, Dios preparó cuerpo a Su Hijo (véase Mt. 1:20-25; Lc. 1:31-35), para que pudiera entregarlo, y así pudiera ser salva la humanidad. Fijémonos que en los siguientes textos, el autor de Hebreos vuelve a registrar los mismos Salmos mesiánicos, reiterando e insistiendo, y aclarando que es el Hijo de Dios el que se ofrece al Padre para solucionar, de una vez para siempre, el problema del mal y del pecado, porque sabe que los seres humanos somos duros de entendederas en los asuntos espirituales.

Hebreos 10:7-14: Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, Como en el rollo del libro está escrito de mí. (8) Diciendo primero: Sacrificio y ofrenda y holocaustos y expiaciones por el pecado no quisiste, ni te agradaron (las cuales cosas se ofrecen según la ley), (9) y diciendo luego: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad; quita lo primero, para establecer esto último. (10) En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre. (11) Y ciertamente todo sacerdote está día tras día ministrando y ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados; (12) pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, (13) de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; (14) porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.

Estos textos reiteran, también una vez más, que Jesucristo “quita lo primero”, o sea, el Antiguo Pacto, con todos “los sacrificios, y ofrendas de animales y expiaciones por el pecado”, para establecer la voluntad de Dios, que consiste en “la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb. 10:10). Es decir, en cumplimiento de la voluntad de Dios, Jesucristo se encarnó para poder cumplir en su cuerpo, Su muerte en la cruz, y con ello la expiación de los pecados de la humanidad.

Solo me resta resaltar que “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb. 10:10); y, también, que “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, (13) de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; (14) porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados (Heb. 10:12-14).

Ahora, no olvidemos que existe, pues, un Santuario en el Cielo, en el que Jesús está ejerciendo de Sumo Sacerdote en el Lugar Santísimo, donde Él entró, no para ofrecer la “sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre”, con la que, de “una vez para siempre”, “obtuvo eterna redención” (Heb. 9:12); “Porque no entró Cristo en el Santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; (25) y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo [del Santuario o Tabernáculo terrenal israelita] cada año con sangre ajena” (Heb. 9:24,25); “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb. 9:26) y “habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Heb. 10:12).

“Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, (20) por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, (21) y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, (22) acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (Heb. 10:19-22).

Recordemos que el velo, que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo en el Santuario o Tabernáculo terrenal, se rasgó en el mismo momento de la muerte de Jesús en la cruz (Mt. 27:51), simbolizando que, Cristo, con su muerte abrió el camino nuevo al Padre, “a través del velo, esto es, de su carne”; lo que significa que ahora tenemos libre acceso a Dios, gracias al sacrificio y ofrenda del cuerpo de Cristo.

Es decir, Cristo, por el sacrificio de sí mismo, es ahora, a la vez, la ofrenda y sacrificio a Dios por nuestros pecados y nuestro Sumo Sacerdote –nuestro Mediador (1 Ti. 2:5; Heb. 8:6; 9:15; 12:24)–; Él está ministrando en el Lugar Santísimo del Santuario Celestial; y, por eso, ahora, cuando aceptamos la ofrenda y el sacrificio de Sí mismo, tenemos “libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo” (Heb. 10:19). Sin embargo, aquellos que no creen que Él murió por nosotros, –entregando Su vida en la cruz, a cambio de nuestras vidas, asumiendo en Su cuerpo el castigo o la penalidad del pecado, que nos corresponde a nosotros–, no podrán obtener para sus vidas los beneficios de la Redención efectuada por Él en la cruz, que son la expiación y el perdón de los pecados, la justificación y la santificación. Leamos los textos citados arriba con algo de su contexto:

Hebreos 9:11-14, 23-26: Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, (12) y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. (13) Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, (14) ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? […] (23) Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que estos. (24) Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; (25) y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. (26) De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado.

“Lo que ha de venir” (Col. 2:17) o “los bienes venideros” (Heb. 9:11; cf. 10:1) se refiere a los beneficios resultantes de la expiación de los pecados realizada por Jesús, por su sacrificio en la cruz, de los que derivan la redención, el perdón de los pecados, la justificación y la santificación, tales beneficios pertenecen al futuro para los que están en el Antiguo Pacto, o no se han adherido al Nuevo Pacto en Cristo (2). “El cuerpo es de Cristo” (Col. 2:17) se cita en contraste con los sacrificios de animales del Antiguo Pacto, “lo cual es sombra de lo que ha de venir” (Col. 2:17).

Sin embargo, el creyente que acepta el sacrificio del cuerpo de Cristo, Su muerte en la cruz en lugar de la suya, debe creer también “que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Cristo, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado, (7) porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (Ro. 6:6-7); esto quiere decir que debe haber una justa correspondencia: si Cristo murió por mí, debo aplicarme a mí mismo Su sacrificio, y creer que mi cuerpo pecaminoso debió morir en la cruz juntamente con Cristo; esto es un hecho pasado que fue realidad cuando Cristo murió en la cruz, pero que necesito aplicarlo a mi vida, y cada creyente a la suya, para que diariamente, ejercitando nuestra voluntad, tomemos la decisión de crucificar al hombre viejo, y de esta manera obtener, en nuestra vida diaria, los beneficios de la Redención efectuada por la muerte de Cristo. Porque solo considerándonos “muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Ro. 6:11), conseguiremos que “no reine el pecado en nuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcamos en sus concupiscencias” (Ro. 6:11-12); porque “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. (25) Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gálatas 5:24-26).

Esto significa aplicar a nuestras vidas el poder del Evangelio de la Gracia de Dios (Ro. 1:16; cf. Hch. 20:24) por medio de la fe en el sacrificio de Cristo, para obtener cada día la victoria sobre el pecado; “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; (15) y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14-15). Y así hacer que se cumpla en nuestras vidas lo mismo que sentía el apóstol Pablo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

Para que recordáramos Su sacrificio y lo tuviéramos presente en nuestras vidas, Jesucristo instituyó un solo ritual, en la última cena con sus discípulos: “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo. (27) Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de ella todos; (28) porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados. (29) Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre” (Mateo 26:26-29).

Al respecto, el apóstol Pablo nos dice: “Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva masa, sin levadura como sois; porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. (8) Así que celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad” (1 Corintios 5:7-8). Con esto el Apóstol está confirmando que Cristo “es nuestra Pascua”, y que Él es “el Cordero de Dios” que tomó el lugar del símbolo y figura –los animales que se sacrificaban para celebrar la Pascua en el AT (véase Éx. 12:5). Además, se nos da el significado de la fiesta de los Panes sin levadura, la cual fue instituida por Dios en el AT, junto a la fiesta de la Pascua. Si estamos en Cristo, debemos también estar limpios de “la levadura de malicia y de maldad”, y en cambio, revestirnos “de sinceridad y de verdad”.

A la vista de todo lo que antecede, que el mismo lector juzgue si Dios es un Dios de rituales o no. En mi opinión no lo es, porque la muerte de Cristo, Su resurrección y ascensión al Cielo, y Su intercesión desde el Lugar Santísimo del Santuario Celestial no son ritos, ni rituales, ni sombras, ni figuras de lo que ha de venir, sino que es la realidad, que ha estado sucediendo desde Su ascensión al Cielo (Hch.1:9; cf. Heb. 1:1-3). Y la pregunta ¿por qué Dios requirió la ofrenda y el sacrificio de Su Hijo?, en mi opinión, ha quedado respondido en lo que antecede.

7. Conclusión

La ofrenda y sacrificio de Cristo a Dios fueron necesarios, primero, para satisfacer Su justicia; segundo, “para quitar de en medio el pecado” (Heb. 9:26); tercero, para pagar el rescate, Su muerte, a cambio de las vidas de los creyentes; cuarto, para reconciliar a la humanidad con Dios; quinto, “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef. 2:7); y sexto, demostrar “su gran amor con que nos amó” (Ef. 2:4), para atraernos a Él.

Como expresé en lo que antecede, es imprescindible no solamente creer firmemente que Cristo es nuestro Salvador, sino también en Su Obra en la Cruz y en los beneficios o efectos que produce en el creyente: Expiación y Propiciación de nuestros pecados, Redención, Reconciliación, Sustitución Justificación, y santificación. Y todo esto, además de creerlo con fe viva, debemos aplicarlo diariamente a nuestras vidas. Es decir, la fe verdadera solo se demuestra viviendo en obediencia a Dios y a Su Palabra. Como muy bien expresa “Pedro, apóstol de Jesucristo, a los […] elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas” (1 Pedro 1:1-2).

Leamos también otros textos que inciden, igualmente, en que Dios “nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:4); “para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo” (Ro. 8:29).

Efesios 1:3-7: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, (4) según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, (5) en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, (6) para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, (7) en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia.

Romanos 8:29-30: Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. (30) Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.

Todo cristiano ha sido elegido “para obedecer y ser rociado con la sangre de Jesucristo”; y esto último consiste en aplicarse uno mismo los beneficios de la cruz de Cristo, es decir, aceptar, primero, que Su sangre fue derramada por nuestros pecados, y, segundo, que Él ha tomado nuestro lugar en la cruz, cargando con nuestros pecados y recibiendo el castigo que nos corresponde a nosotros (1 P. 2:24; cf. Is. 53).

1 Pedro 2:24: [Cristo] quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.

En este mundo no se puede alcanzar la salvación sin la cruz, porque Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (Lc. 9:23).

Si creemos que Jesús fue crucificado por nuestros pecados, también debemos creer, en reciprocidad, que nosotros fuimos “crucificados juntamente con Él para que nuestro cuerpo de pecado sea destruido” (Ro. 6:6). Puesto que Él recibió el castigo de muerte de cruz que nos correspondía, debemos creer que su triunfo es el nuestro. Por eso, Jesús nos dice que cada día elijamos seguirle, pero tomando nuestra cruz, negándonos a nosotros mismos, es decir, hacer nuestras las palabras de San Pablo: Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

Gálatas 5:24-26: Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. (25) Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. (26) No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros.

Gálatas 6:14: Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.

Apocalipsis 1:5: y de Jesucristo el testigo fiel, el primogénito de los muertos, y el soberano de los reyes de la tierra. Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre.

Apocalipsis 5:9: y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación;

Apocalipsis 7:14: Yo le dije: Señor, tú lo sabes. Y él me dijo: Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero.

Apocalipsis 12:11: Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte.

No hay otro Evangelio –las Buena Nuevas de Salvación– que el que sostiene “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; (4) y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Co.15:3-4). A lo que añade el apóstol Juan: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. (10) En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. (1 Jn. 4:9-10).

Como Dios, que nos conoce tan bien, sabe lo que nos cuesta no solo comprender las verdades espirituales sino también asimilarlas, aceptarlas y asumirlas en nuestras vidas, reitera en Su Palabra, y no se cansa en decirnos muchas veces, que en Su Hijo “tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados” (Col. 1:14,20; cf. Ro. 5:9; Ef. 1:7; He. 9:12; 1 P. 1:19; Ap. 1:5; etc.). Y para terminar, si queremos caminar a la santidad, meta de todo cristiano, obedezcamos los siguientes mandamientos de la Palabra de Dios:

Colosenses 3:1-17: Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. (2) Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. (3) Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. (4) Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria. (5) Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; (6) cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, (7) en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas. (8) Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. (9) No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, (10) y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno, (11) donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos. (12) Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; (13) soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. (14) Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto. (15) Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones, a la que asimismo fuisteis llamados en un solo cuerpo; y sed agradecidos. (16) La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros, enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales. (17) Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.

Esperando haberme hecho entender, quedo a disposición del lector para lo que pueda servirle.

Afectuosamente en Cristo

Carlos Aracil Orts

www.amistadencristo.com

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Referencias bibliográficas

*Las referencias bíblicas están tomadas de la versión Reina Valera de 1960 de la Biblia, salvo cuando se indique expresamente otra versión. Las negrillas y los subrayados realizados al texto bíblico son nuestros.

Abreviaturas:

AT = Antiguo Testamento
NT = Nuevo Testamento

AP = Antiguo Pacto

NP = Nuevo Pacto

NBJ: Nueva Biblia de Jerusalén, 1998.

BTX: Biblia Textual

Las abreviaturas de los libros de la Biblia corresponden con las empleadas en la versión de la Biblia de Reina-Valera, 1960 (RV, 1960)

(1) Bonnet, L. y Schroeder, A.,1952. Comentario del Nuevo Testamento, Tomo IV, Pág. 111; Editorial Evangélica Bautista (Buenos Aires).

(2) Bonnet, L. y Schroeder, A.,1952. Comentario del Nuevo Testamento, Tomo IV, Pág. 109; Editorial Evangélica Bautista (Buenos Aires).

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